Mientras que en una parte del mundo, se celebran días especiales de regalos, abrazos y comidas copiosas, nos llegan las noticias de que en otras partes, no muy lejanas, la navidad no se puede celebrar debido a las guerras. Sus habitantes huyen intentando llegar a ese mundo donde les sea posible al menos, descansar si temor a las bombas y cuidar de sus familias. Vienen de camino y se acercan a nosotros.
Para estas
personas, esta Navidad no será alegre, porque su alegría no serán los regalos
ni las grandes comidas. Su felicidad está en encontrar cobijo y poder
descansar. Ver jugar a sus hijos y poder abrigarles del frío o curarles del
resfriado. Saber que mañana, estarán en una casa donde la familia vivirá sin
miedo, sin lluvia, sin viento. Los hijos e hijas irán a la escuela y los
mayores tendrán un trabajo para poder ganarse la vida.
Los que llegan, vienen caminando
desde muy lejos. Sacan fuerza para andar con los hijos en
brazos, duermen en los campos, con el abrigo de sus propios cuerpos
acurrucados. Padecen enfermedades, pero nada les impide seguir, para alcanzar ese
destino donde puedan ser acogidos y empezar a vivir. Personas, asociaciones,
municipios, los están esperando, pero no les dejan llegar.
Estamos en tiempo de
Navidad y los comercios nos recordarán con millones de luces
que hay que ser felices y nos desean la paz. Pero la paz es un sentimiento que habita en nuestro interior, cuando sentimos que hemos hecho lo que debíamos y no estamos en deuda con nadie.
Cuando estemos
sentados a la mesa, preparada con todo lo mejor, ¿Quién se va acordar de esos millares de Josés, de Marías y
de niños pequeños que vienen caminando desde muy lejos, pasando frío, hambre y
sueño y que no les dejan llegar a su destino?
La invitada de esta tarde nos ha traído un cuento navideño que hace referencia a esa migración que está llamando a la puerta de nuestro bienestar.
Mª Carmen Ramos
Pueyo
Maestra jubilada
de Primaria. Escritora de cuentos, voluntaria de asociaciones para seguir
enseñando.
Cuento
de Navidad 2015
A la
huella, a la huella, cortando campo.
No hay
cobijo ni fonda. Sigan andando.
¡Mi Niño
está viniendo, háganle sitio!
Niños,
mujeres, hombres y ancianos huyen de la guerra.
Mientras caminan, los adultos reflexionan sobre su futuro. Los niños
juegan, saltan, cantan, hacen nuevos amigos. Cuando lloran, se agarran a los
juguetes que ellos mismos han construido con lo que encuentran por el camino.
Algunos días se asustan al ver alambradas y botas gigantes de monstruos que no
les dejan avanzar.
Se
acercan a nuestras vidas.
El
sol, las estrellas y la luna son su cobijo. También lo son el frío, la nieve,
la lluvia y el viento. El camino es duro. Van a pie entre montañas, bosques,
valles, tierras áridas… Evitan las grandes poblaciones. A veces se topan con
las vías del tren que les sirve de ruta, pero no siempre.
Atraviesan
pequeños poblados, muy pobres, donde sus gentes les regalan un breve descanso.
Los niños se sienten acogidos y vuelven a sus juegos. Los adultos cargan con el
peso de una realidad que les supera, no pueden desanimarse. Pero ¿adónde van?
Quieren llegar a una tierra de paz.
Se
acercan a nuestras vidas.
Una
antigua maestra, muy anciana vivía en uno de los pueblos que se encontraron en
el camino. De joven trabajó en la gran ciudad. Era tan pobre como sus vecinos.
Siguió con la tarea de enseñar. Inventó la costumbre de contar cuentos o
historias al final del día. Los pocos vecinos se reunían cada día en una de las
chozas o casitas.
Cuando
llegaron los refugiados, los vecinos se asustaron, pero la anciana maestra
organizó que cada familia ofreciera un rincón de su casa para acogerlos. El
primer problema era el idioma. Estaban en otro país y no hablaban la misma
lengua. Era difícil la comunicación y por la noche no podían contar historias
ni cuentos como era la costumbre. ¿Qué podían hacer? Decidieron cantar cada uno
en su lengua. Fue divertido.
La
anciana maestra observó cómo jugaban los niños. Les enseñó una estrella de colores que pendía de un hilo y una rana
de papel que saltaba. Los niños gritaban entusiasmados. Ellos también querían
una rana y una estrella.
La
anciana maestra los reunió y les ayudó a doblar el papel para terminar
apareciendo una estrella de colores y una rana saltarina. También un barco, un
pájaro, un sombrero un molinillo y un ratón Eran sus nuevos juguetes. Los
adultos también participaron. Hicieron muchas estrellas de colores que colgaron
de sus macutos.
Los
refugiados volvieron a ponerse en camino; esta vez bordearon un riachuelo.
Soñaban con una tierra de paz que los acogiera. Su decisión de partir era
firme. Ya no había nada que los
detuviera.
Se
acercan a nuestras vidas.
Una
mañana mamá Rehana no encontraba a sus dos hijos. Preguntaba angustiada, iba de
un lado a otro. Papá Abdullah se acercó
al pequeño río y gritaba el nombre de sus hijos. ¡Aylan! ¡Galip!. No se oía
nada. Volvía a gritar. Los compañeros de camino salieron a buscar a los niños.
Pasaron varias horas de angustia.
De
pronto, papá Abdullah vio que el río
arrastraba algo que no llegaba a identificar. Se acercó y descubrió sobre la
corriente, una estrella de colores, un barquito de papel a punto de naufragar,
una rana y un pájaro. Eran los juguetes de sus hijos. Corrió en dirección
contraria a la corriente gritando: ¡Aylan! ¡Galip!
Encontró
a los dos pequeños llorando asustados. Estaban sentados en
la orilla del río, querían rescatar del agua sus juguetes de papel. Papá
Abdullah abrazó a sus hijos sin palabras. Volvieron al campamento. Fue una
fiesta. Todos querían regalar a los niños estrellas, ranas, pájaros y barcos de
papel.
Mamá Rehana miraba al cielo y levantaba sus brazos.
A la huella, a la
huella, José y María
Con un Dios escondido
nadie sabía.
Sevilla, Navidad 2015
Este cuento es un homenaje
al niño Aylan de 3 años, sirio que apareció ahogado en una playa de Turquía. A
su hermano Galip de 5 años y a su madre Rehana que murieron el mismo día, junto
a otras personas el 2 de septiembre de 2015
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